La justa repartición

Dos hermanos querían dividirse su propiedad en partes iguales después de la muerte de su padre. Encontraron que era sencillo repartir las tierras, el dinero, la casa, los enseres y otras cosas en partes iguales; sin embargo, había solamente una vaca. ¿Cómo compartirla en partes iguales? Su codicia por la riqueza y la propiedad era tal que no titubearon en partir a la vaca en dos para una repartición justa. Los vecinos no podían tolerar esta actitud de los hermanos. Ellos comentaban: «La vaca es un animal sagrado para nosotros los hindúes, matar a una vaca es un pecado. Ustedes pueden vendernos la vaca a uno de nosotros y dividir la cantidad que reciban proporcionalmente entre ustedes mismos».

Los dos hermanos aceptaron inmediatamente. Sin embargo, ¿por qué no pudieron pensar por sí mismos en esta simple solución? Su instinto tan arraigado y codicioso había nublado su razón y endurecido sus corazones.

Un deber para cada condición

Un renombrado actor fue al salón de audiencias de un rey en el papel de renunciante. El rey lo honró como a un gran monje y le hizo varias preguntas sobre prácticas espirituales y filosofía, que él contestó con un lenguaje profundo y términos apropiados. El rey quedó muy complacido y ordenó a su ministro que trajera un plato con monedas de oro como ofrenda para el santo, pero el renunciante rechazó el regalo; dijo que había renunciado a todo apego y por ello, ni siquiera podía mirarlo, y se fue. Al día siguiente, el mismo actor entró al palacio personificando a una gran bailarina. Su baile resultó ser la mejor muestra del arte de la danza, de acuerdo con las reglas. El rey lo apreció mucho y el ministro trajo la charola de monedas de oro. «La bailarina» rehusó aceptarla porque era muy poca recompensa por la habilidad exhibida. El rey, sospechando por la voz que era la misma persona que el día anterior había ido como renunciante, le preguntó por qué pedía más hoy, cuando el día anterior había rehusado el mismo regalo. «La bailarina» replicó: «Ayer era un renunciante, y así, era mi deber rehusarlo; hoy soy una bailarina y, por lo tanto, es mi deber ganar lo más que pueda de mis admiradores».

Apego

El yo debe ser concebido como una ola en el océano de Dios, no como la primera persona del singular. Esa primera persona los conduce al mundo del temor y de la codicia: mi casa, mi pueblo, mi país, mi lengua, y así se enredan más y más inextricablemente.

Había un hombre de Putaparti que vivía en una choza solitaria en la orilla del Ganges, unos kilómetros arriba de Haridwar. Practicaba severas disciplinas y era muy admirado por otros monjes. Un día, mientras se bañaba en el río, oyó a un grupo de peregrinos que habían llegado a ese lugar hablar entre ellos en télegu. Su apego a su lengua materna lo hizo acercarse a los peregrinos y preguntarles de dónde venían. Éstos le dijeron que venían de Rayalasima. El quiso saber más; eran del distrito de Anantapur; los oídos del monje ansiaban oir más detalles; los peregrinos eran del distrito de Penukonda, en verdad, del mismo Puttaparti. Así, el monje se sintió muy feliz; les preguntó por sus propias tierras, su familia, sus amigos, y cuando le dijeron que algunos de ellos habían muerto, el pobre monje comenzó a llorar como un tonto. Todos sus años de prácticas espirituales se desvanecieron, se derrumbaron ante el ataque del apego a su idioma. ¡Así estaba de atado a su lengua materna!

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